sábado, 21 de junio de 2008

UN TESORO EN VASOS DE BARRO - HNO MARTÍN CORREA, OSB.

Un tesoro en vasos de barro
Llevamos un tesoro en vasos de barro (2 Cor 4, 7).






“Así dice Yahveh tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. No temas que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío... eres precioso a mis ojos... y yo te amo” (Is 43, 1-4).
En la medida que nos vemos en los ojos de Dios y damos la bienvenida a esta vida que es puro don, nos encontramos valiosos y deseamos compartir el gozo de esta verdad con los demás: El Señor nos ama.
Sin embargo, a pesar de saber esta maravilla, no cesamos de alejarnos de la fuente de la vida y de la luz.
¿Cómo es posible tanto absurdo? Pablo tampoco entendía este misterio: “El querer el bien está en mí, pero el hacerlo, no. Pues no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero. ¡Desdichado de mí!” (Rom 7, 19).
Creo que es muy importante descubrir el sentido de estas dos verdades tan contrapuestas que experimentamos en carne propia. Por una parte está la fe en que somos incondicionalmente amados por Dios y por otra está nuestra debilidad e infidelidad congénita.
“Bienaventurado el varón que soporta la tentación, porque probado recibirá la corona de la vida, que Dios prometió a los que le aman” (St 1, 12).
“No hay fe que no deba ser probada, como que no hay árbol que no tenga que ser podado para que dé más fruto” (Jn 15, 2). Pero si Jesús mismo “fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo” (Mt 4, 1). Por eso necesitamos atravesar la tentación para crecer en la fe.
Que la carne es débil es un hecho evidente, pero que también “fiel es Dios que no permitirá que seamos tentados sobre nuestras fuerzas antes bien con la tentación nos dará la fuerza para resistir” (1 Cor 10, 12) es también otra verdad.
La verdad es que estamos escindidos entre el fervor y la debilidad, esto es vivir en la tentación.
Todos vivimos momentos difíciles, pero no son necesariamente pruebas. El tener un hijo mediante los dolores del parto no es una prueba. Entendemos por prueba la situación en que el ser humano está colocado en el límite de sus fuerzas y allí muestra lo que es realmente. Esta prueba nos hace vacilar y nos quita la paz. ¿Dónde está Dios? ¿Por qué Dios no interviene? Así Dios nos hace experimentar dolorosamente el abismo entre lo que esperábamos de Él y lo que realmente vivimos.
Dios se esconde, la fe en él se tambalea. Especialmente porque nos parece que mientras más nos hemos comprometido por su causa más cruces nos llegan. Lo más difícil es que el sufrimiento dura tanto tiempo.
Hasta Jeremías gritó: ¡Maldito el día que nací! (Jr 20, 14 y Jonás 4, 1). Muerto de rabia contra Dios porque ha perdonado a Nínive, grita: “Mejor me es la muerte que la vida”. Y Jesús tampoco se libró de esta angustia: “Mi alma está triste hasta morir”. Es que Jesús “fue probado en todo, como nosotros, menos en el pecado” (Hb). Probado en todo, en el miedo, en el aburrimiento, en la muerte, etc.
Ahora bien, pienso que nada es más ilustrativo, para lo que tratamos, que seguir los pasos de Simón Pedro.
Pedro, que iba a ser elegido la cabeza de la Iglesia, debía pasar por la tentación. Cuando Jesús buscó un jefe para esta tarea, no buscó un modelo de virtud y de perfección, sino un rudo pescador impetuoso y atolondrado porque “en la debilidad se muestra mejor el poder de Dios” (2 Cor 12, 9). Pero el detalle estaba en que este hombre rudo, mientras más faltas cometía, más amaba al Señor.
Desde un comienzo se ve enfrentada la debilidad humana y la fuerza divina.
Jesús invita: “Rema mar adentro y echaré las redes para pescar...”. “Maestro, toda la noche hemos estado trabajando y no hemos pescado nada, a pesar de todo en tu palabra echaré las redes” (Lc 5, 4).



¿Qué pasa entonces?

La obediencia y la fe posibilitan el milagro. Entonces el corazón de Pedro fue tocado en el fondo y la reacción no se deja esperar: “Aléjate de mí, Señor, que soy un pobre pecador”. La experiencia de Dios le ha mostrado su pecado.
Apenas Pedro se confiesa pecador, Jesús ya puede sanarlo, recrearlo: “Serás pescador de hombres”.
Jesús no busca campeones, sino corazones que le descubran su debilidad para sanarlos.
Esta tensión saludable entre tentación y victoria lo expresa claramente san Pablo en 2 Cor 13, 4: “Es verdad que Cristo fue crucificado por su debilidad, pero ahora vive por la fuerza de Dios. Nosotros compartimos su debilidad, pero por la fuerza de Dios compartimos su vida”.
Jesús murió por tomar sobre sí la debilidad de los hombres hasta el extremo, pero fue resucitado por el Padre.
El cristiano, entonces, debe aceptar su debilidad, mientras la desconozcamos el poder de Dios no podrá mostrarse en nosotros. Será necesario, incluso, que un día nos hundamos con tal de experimentar nuestra debilidad. Así le pasó a Pedro, tuvo que caer y aceptarse como lo que era, pecador, pero pecador amado por el Señor.
Esto no es nada fácil, ¡cuánto le costó a Pedro!
Un día Cristo les advierte: “Todos ustedes se escandalizarán de mí esta noche” (Mt 26, 31). Pero Pedro que todavía no topaba fondo se atreve a decir: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré”. Jesús tiene la paciencia de precisarle el peligro que corre: “Antes que cante el gallo me negarás tres veces”. Pero es inútil, Pedro insiste en la forma más imprudente: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré”. Ya sabemos lo que le pasa al atrevido Pedro, cae en su debilidad no una sino tres veces. “Yo no lo conozco, mujer...”. “No, hombre, yo no soy...”, y por último: “Hombre, no sé de qué estás hablando” (Lc 22, 57). Y en ese mismo momento cantó el gallo, entonces el Señor se volvió y miró a Pedro, ahí se acordó de lo que el Señor le había dicho...
La mirada fría de la mujer hizo que Pedro negara al Señor a causa del miedo, pero la mirada llena de amor y perdón del Señor le remeció el corazón y “saliendo afuera lloró amargamente”.






¡Qué amargas y sanadoras han sido esas lágrimas!
Esas lágrimas muestran cómo Jesús lo ha transformado y purificado con su mirada. Pedro dolorosamente ha experimentado su humana debilidad.
Qué diferencia: Judas miró su pecado y rechazó la vida, Pedro miró a Cristo y aceptó la verdad de sí mismo y se transformó.
Juan cuenta el epílogo en 21, 15-17: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Tres veces le pregunta el Señor lo mismo y tres veces Pedro responde que lo quiere, pero lo hace como en un susurro, sin jactancia, sin apuro, lleno de humildad, fruto de saberse un pecador amado.
Un hombre que ha llegado tan al fondo de su debilidad puede renacer con la fuerza de Dios, ahora Pedro es otro ya no confía en sus fuerzas, sino solo en la fuerza y misericordia del Señor y por eso está capacitado para la gran misión que se le encomienda: “Apacienta mis ovejas”.
Frecuentemente creemos que la proximidad de Dios, la santidad, está en las antípodas del pecado y contamos con que Dios nos libre de la debilidad, pero la santidad no está en el extremo opuesto a la tentación, sino en el corazón mismo de ella. Escapar de la debilidad sería escapar del poder de Dios que solo actúa en ella. “Si llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba...” (Eclo 2, 1).
Tenemos que aprender a permanecer en nuestra debilidad al mismo tiempo que entregarnos a la misericordia de Dios, pidiéndole que no nos deje caer en la tentación. Permanecer en la debilidad es el único camino para entrar en contacto con la gracia. Cuando Pablo pedía verse libre de la tentación recibió la respuesta: “Te basta mi gracia, mi mayor fuerza se manifiesta en la debilidad” (2 Cor 12, 8).





( Autor : Hno. Martín Correa, OSB ).
FUENTE :www.benedictinos.cl/osb/novedades/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO VARGAS.
















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